Carta a mi padre
te agradezco haberme
enseñado (o mentido)
que los dioses no
son inmutables y mueren
y otros nacen de
acuerdo a cómo uno aúlle en la noches
que en el peor de
los momentos, el momento más solo,
alguien está
creando, puliendo, una mirada
que un día me
pertenecerá, o no
que es posible leer
en la sombra de un pájaro
la cercanía de la
música, y de igual modo
saber si late felíz
o sombrío el corazón de una época
oyendo cómo muerden
los hombres un pan
que siempre hará
una hoja, enhiesta, orgullosa,
que desmienta el
otoño
y que alguien
encenderá la hoguera y no será ese
el desatador de
diluvios
Te agradezco
haberme mentido (o
enseñado)
que en la oscuridad
más sórdida uno solo que lave sus ojos
con delirios de
viejas lámparas hará que regrese la penumbra,
que es el principio
de la luz, la otra luz, la sin edad,
la encendida bajo
los escombros,
la de la cólera
contra las pérdidas,
que no está del
todo herida un alma que conserva su gota de furia,
su fe de canoa en la
tempestad
que no hay sueño
comparable a la bella fatalidad de la distancia
ni pesadilla que no
sucumba ante el dulce encanto
del ala de una abeja
al trasluz y que los amantes son dioses
y la amistad un
astro y el poema un día se festejará
Te agradezco haberme
enseñado y mentido
ese idioma que en la
noche simula un fuego en la interperie para no morir
o morir mucho
después
y hablar en secreto
con aquellos que miran el cielo con un ojo en la tierra
y presentir en la
gota del hocico de un perro el viejo marte
y creer que vendrás
cada vez que imagino cartas como éstas
a tocarme los labios
para saber si no he
perdido el grito, vendrás.
Eugenio Mandrini